Culiacán es una de las ciudades del mundo con más academias de vuelo. La capital del estado de Sinaloa, en el oeste de México, tiene cerca de una docena y cada año se licencian alrededor de medio millar de pilotos. Alguien tiene que manejar las avionetas para transportar la cocaína que llega desde Colombia y luego viaja hasta Estados Unidos. Estudiar para piloto es caro y el oficio es peligroso. Por eso está tan bien pagado. Los que no acaban muertos terminan en prisión. Nunca falta “chamba” -trabajo- y tampoco voluntarios.
La relación de Culiacán con la droga viene de mucho antes de que el polvo blanco colombiano tiñese de rojo sangre todo el camino desde la selva colombiana hasta la gran nariz que es Estados Unidos. Comenzó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el Gobierno de Franklin Delano Roosevelt encontró en esta zona el lugar ideal para sembrar opio con el que producir morfina para los soldados heridos. Técnicos chinos, a sueldo del Pentágono, enseñaron a los labradores mexicanos de la sierra de Sinaloa cómo cuidar las amapolas. Fueron buenos alumnos. Hoy siguen cultivándolas.
Después del opio, vino la marihuana. Y, más tarde, Sinaloa se convirtió en la estación de paso de los cargamentos de cocaína que llegaban desde el sur, rumbo a la frontera. Cuando la pelea por el mercado entre los cárteles de Cali y Medellín desangró a los narcotraficantes colombianos, los intermediarios mexicanos se quedaron con el control del negocio.
El ganador de aquella guerra, que acabó con la muerte del mítico Pablo Escobar el 2 de diciembre de 1993, fue Amado Carrillo Fuentes. Le llamaban “El señor de los cielos” porque tenía una flota de Boeing 727 con la que movía la cocaína desde lo más alto.
Amado Carrillo y el cártel de Juárez
Durante gran parte de la década de los 90 fue el rey de la droga, el número uno. Era el jefe del cártel de Juárez, el más poderoso de los cuatro grandes cárteles del narcotráfico mexicanos: el de Juárez, el del Golfo, el de Sinaloa y el de Tijuana. Amado Carrillo pasó cuatro veces más cocaína hasta los Estados Unidos que ningún otro narcotraficante en la historia.
Tras la caída del reinado de Medellín, el cártel de Cali ocupó su lugar como principal proveedor. Pero los mexicanos aprovecharon la crisis para ganar poder. De asalariados de los colombianos, pasaron primero a socios y después a dueños. Los cárteles mexicanos, con la decadencia posterior de Cali tras varias detenciones, se hicieron con la mayor parte del mercado.
“El señor de los cielos” era discreto. De Pablo Escobar aprendió que no era buena onda aparecer en los diarios. Durante los años en los que dominó el negocio, muy pocos periodistas se atrevieron a escribir sobre él, aunque muchos sabían quién era el que mandaba. La corrupción del narcoestado mexicano en aquella época era apabullante. Según la DEA, la agencia antidroga estadounidense, el cártel de Juárez en su mejor momento ganaba 200 millones de dólares por semana. El 10% se gastaba en sobornos.
Amado comenzó su carrera en Guadalajara pesando bolsas de marihuana para su tío, uno de los muchos traficantes que había escapado de Sinaloa tras la “Operación Cóndor”, a finales de los 70, cuando 10.000 soldados del Ejército mexicano barrieron medio país para intentar acabar con los cultivos de opio y marihuana.
Los hijos de aquellos campesinos que habían aprendido a cultivar opio de la mano del Pentágono se convirtieron en los dueños del país. Sus redes estaban en todas partes. “El señor de los cielos” junto con el resto de los narcos mexicanos controlaban al Ejército, a la Policía, a los políticos. Según reconoció en 1996 el propio Gobierno mexicano, el 80% de la policía del país no era de fiar. El que intentaba cambiar la situación estaba condenado a morir.
Balas para los políticos
Luis Donaldo Colosio Murrieta se pasó de la raya. Lo mataron en marzo de 1994, durante un mitin. Era el candidato a presidente por el PRI, el favorito en las encuestas, y había hecho de la lucha contra el narcotráfico su principal bandera electoral.
Más sonado aún fue el asesinato, seis meses después, de José Francisco Ruiz Massieu, el secretario general del PRI. Massieu era uno de los principales rivales políticos del anterior presidente, Carlos Salinas de Gortari, y ex marido de su hermana, Adriana Salinas, de la que se había separado en un sonado divorcio. El hermano de José Francisco Ruiz Massieu era el fiscal antidroga, pero estaba a sueldo de los narcos.
Años después, Raul Salinas de Gortari, hermano mayor del presidente, fue condenado a 50 años de cárcel como responsable de este asesinato. En el juicio se demostró que Raul Salinas de Gortari también cobraba de los cárteles de la droga.
Mientras tanto el que movía los hilos del poder, “El señor de los cielos”, era casi una leyenda, un personaje misterioso del que poco se sabía. Decían que le volvían loco las mujeres, el alcohol y la cocaína. Y que cuando estaba borracho era extremadamente violento. La policía sólo tenía una vieja fotografía suya y ni siquiera sabía su edad exacta. Sólo tras su muerte se contó su historia.
Amado nació en Guamuchilito, una pequeña ciudad de la sierra de Sinaloa, a pocos kilómetros de Culiacán, donde los narcotraficantes levantan palacios de mármol junto a chabolas de cartón. Allí está hoy enterrado su cadáver, en una lujosa cripta forrada de caoba dentro de su finca, Santa Aurora. O eso dicen, pues su muerte, el 4 de julio de 1997, nunca se aclaró del todo.
Dos meses antes de morir, Amado había perdido su principal escudo: el general Jesús Gutiérrez Rebollo.
El militar tenía fama de incorruptible. Hablaba bien en las televisiones, era duro y contundente. Tras varias sonadas detenciones de algunos narcotraficantes de segunda, fue nombrado máximo responsable de la lucha contra la droga en México.
Estados Unidos le apoyaba. El Pentágono pensaba que él era el hombre honesto que necesitaban para combatir a los narcos. Pero pocos meses después, se descubrió que Gutiérrez Rebollo estaba a sueldo de Amado Carrillo y que había sido el propio “Señor de los cielos” el que le había facilitado sus anteriores éxitos para así ayudarle a subir puestos en el escalafón.
La caída de Jesús Gutiérrez Rebollo puso al “señor de los cielos” en una difícil situación. Tras el escándalo, el Gobierno de Clinton presionó a México para que parase los pies al narcotraficante. La DEA, la agencia antidroga estadounidense, puso precio a su cabeza. “El señor de los cielos”, acorralado, intento huir. Tenía preparado un retiro dorado en Argentina, al margen del negocio. No lo consiguió.
¿Vivo o muerto?
La versión oficial cuenta que Amado Carrillo falleció en 1997 en una clínica de México DF durante una operación de cirugía estética para cambiarle el rostro. La DEA identificó el cadáver con la cara desfigurada a través de sus huellas dactilares en un viejo formulario de inmigración. Pero algunos dicen que las pruebas fueron incompletas.
Los médicos que le operaron fueron asesinados a los pocos días. Los narcocorridos, ese género musical que ha cambiado como fuente de inspiración las hazañas de los revolucionarios de Zapata por las matanzas de los narcos, cantan que fingió su muerte para escapar.
Tal vez no murió, o tal vez sí. Pero “el señor de los cielos” dejó de ser el rey del narcotráfico internacional. Tras su fin, los cárteles mexicanos comenzaron una sangrienta guerra para ocupar el vacío de poder. Después de varios meses y cientos de muertos, llegó la paz con un pacto entre los lugartenientes de Carrillo y el cártel de Sinaloa.
La mafia de Ciudad Juárez, la mayor organización criminal de América Latina, quedó dirigida por un consejo. En él estaban el hermano de Amado, Vicente Carrillo, su otro hermano, Rodolfo Carrillo, Ismael “el Mayo” Zambada y el jefe de Sinaloa, Joaquín “el Chapo” Guzmán. Durante una larga temporada, el negocio funcionó como la seda sin demasiada sangre y sin demasiados escándalos políticos. Pero hace unos años, volvió la guerra.
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